En la Atenas de hace 90 años se desconfiaba de los inmigrantes por ser demasiado limpios, entre otras razones. En la de la actualidad, delincuencia y suciedad son asociadas con los extranjeros por sectores cada vez mayores de la población nativa. La tensión social en aumento se va canalizando progresivamente hacia un colectivo cada vez más precario y vulnerable.
Desde
que Atenas dejara de ser un villorrio de 4.000 almas a principios del s. XIX,
la capital del Ática ha sido una ciudad de inmigrantes. La disposición, la
configuración y el propio carácter de la urbe se deben en gran medida a las
multitudes de foráneos, expulsados de sus lugares de origen o venidos en busca
de trabajo. El fenómeno se volvió particularmente notable a partir de la creación
del estado griego, que se concretó hacia 1830. La nueva –y más bien relativa-
soberanía definió la existencia de un “hogar” para los millones de griegos de
la diáspora, trazando a la vez una línea divisoria entre los ciudadanos “de
pleno derecho” y los metecos.
En
1923, el acuerdo de intercambio poblacional firmado entre Grecia y Turquía al
término de la guerra desplazó a casi un
millón de ortodoxos (el criterio era la religión y no la etnia) de las antiguas
colonias en Asia Menor. Obligados a abandonar sus ciudades, muchos se
dirigieron a la capital del país al que en teoría ahora pertenecían, sumándose
a los refugiados de oleadas anteriores. Estos asentamientos en inmensos
campamentos de tiendas y luego de barracas son el origen de muchos de los barrios
periféricos de la Atenas actual. Los nombres de Nueva Esmirna o Nueva Liosia
son aún testimonio de los lugares de procedencia de los refugiados. Con el paso
del tiempo, las pautas culturales de los nativos atenienses y de los recién
llegados se fueron diluyendo unas en otras por completo, originando productos
de influencia mixta: por poner un ejemplo, el género musical -de temática generalmente
canallesca- conocido como rebético hunde sus raíces en Asia Menor.
Sin
embargo, a pesar de compartir una misma lengua, la integración de los
refugiados no fue fácil en un principio. En aquel entonces, los griegos “griegos”
no sólo le echaban en cara a las gentes de la “Pequeña Asia” el venir a delinquir
o a quitarles el trabajo. Aparte de la retahíla de acusaciones repetidas
también hoy en día, una de las características de “otredad” más inquietantes de
los recién llegados era el ser demasiado limpios. Efectivamente, parece ser que
aún en los años 30 en Atenas, y en parte debido a las grandes carencias de
suministro de agua, las duchas o baños socialmente obligatorios eran en
Navidad, Pascua y la noche de bodas. Los inmigrantes, en cambio, venían de la
tradición del hammam y los baños públicos: el colmo de la degeneración. Para
más inri, las mujeres de Asia Menor no sólo iban limpias, sino que además se
adornaban con joyas y zarcillos y tenían la casquivana costumbre de caminar
solas por la calle, cosa que a ojos de los griegos “griegos” las equiparaba
evidentemente a prostitutas de la peor calaña…
Si cito
la llegada a Atenas de los refugiados de Asia Menor, es porque sin duda su
impacto aún tiene que subsistir en algún rincón del imaginario colectivo, trasladándose
a la coyuntura actual de tensión entre indígenas y foráneos. En la actualidad,
a nadie le importa ya que los abuelos de otro vinieran de Asia Menor, y las
pautas culturales se han homogeneizado por completo. Sin embargo, resulta
llamativo en qué medida las características que sirven para acusar al otro de
ser diferente pueden invertirse por completo. Lo importante no es la limpieza o
la suciedad, la represión de la mujer o su excesiva emancipación: cualquier
rasgo distintivo es útil para exacerbar la desconfianza.
Los vendedores ambulantes están presentes en cualquier aglomeración de gente, incluida una manifestación, a pesar del riesgo para la mercancía.
En estos
tiempos de auroras doradas, se escucha por ejemplo por doquier que la
inmigración da mala imagen para los turistas: se les acusa de ser sucios, oler
mal, ser fuente de inseguridad… Los seguidores de Mijaloliakos quisieran efectivamente
expulsarles del país, bajo el lema de “Grecia para los griegos”, y a ello se aplica con diligencia la policía a través de una operación que lleva el sarcástico nombre de Zeus Xenios (Zeus Hospitalario). El procedimiento es simple: los agentes se apostan en la calle e identifican a todos los viandantes de aspecto extranjero hasta que reúnen a los suficientes sin papeles como para llenar el autobús. Después les deportan.
La violencia cotidiana ha ido
creciendo en los últimos meses como resultado de la tensión acumulada. La prensa informa de un goteo
regular de incidentes ocasionales: niños o adolescentes que increpan o golpean
a otros por ser de origen extranjero, problemas entre vecinos, ataques a
locutorios y multitiendas, agresiones de grupos de matones a individuos solos e
indefensos. Los típicos fanfarrones y fantasmas a los que nadie tomaba en serio
hasta hace bien poco, han encontrado un grupo afín, y van consolidando poco a
poco un fascismo de baja intensidad, blindado por el apoyo de un sector de las
fuerzas de seguridad.
Aquí entramos
en terreno pantanoso. Sin embargo, el 29 de octubre dos periodistas de la ERT
(la televisión pública) fueron despedidos por comentar las negativas del
Ministerio del Interior a investigar un caso de presuntas torturas sufridas en comisaria
por 15 antifascistas detenidos. Estos habían participado en una marcha
motorizada, acto de carácter más bien simbólico que pretende instituir una
especie de patrulla ciudadana antifascista para proteger frente a las agresiones
los barrios de inmigrantes (se puede ver aquí, a partir del minuto 9'2'''). En su denuncia, de la que se hizo eco The Guardian, los detenidos afirman que en la
comisaría no sólo fueron torturados, si no que algunos de los policías
manifestaron claramente su pertenencia o afinidad ideológica con Aurora Dorada.
La
canalización de la frustración hacia el inmigrante en situación (i)rregular, el
eslabón más vulnerable y desarraigado de la cadena, parece perfilarse como
opción para amplios sectores de la sociedad griega. Meterse un poco con los
albanos, con los bengalíes o con los gitanos no es algo políticamente incorrecto,
incluso en ambientes que en España serían calificados de “progres”. Y quizá la
violencia más peligrosa, a la larga, no sea la de las agresiones directas, sino
aquélla, mucho más cotidiana y generalizada, de la gente anónima que al
encontrarse frente a un extranjero aparta la mirada, hace una mueca de
desprecio, siente tal superioridad que le trata como no trataría jamás a nadie
nacido en Grecia. La gente para la que la barrera psicológica es tan grande
que, sin saber por qué, sienten lástima del mendigo nacional, pero no del
importado, como si sus necesidades no fueran las mismas. Sin embargo, también se
da el caso contrario, y pueden encontrarse numerosos exponentes de solidaridad
en personas que no son capaces de pasar indiferentes al lado de alguien
humillado o desesperado. Como esa señora de mediana edad que no puede reprimir
su indignación cuando ve a la policía menoscabar la dignidad de la gente sin
papeles, como la gente que, en medio de una manifestación, ayuda a un vendedor
de comida o de botellas de agua a sacar el carrito fuera del río de gente
tratando de huir de los gases lacrimógenos. A la hora de la verdad, no podemos
aventurar cuál de las dos tendencias predominará.
No me gusta el título
ResponderEliminarA mí si.
ResponderEliminarChapeu, camarade.
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