jueves, 8 de noviembre de 2012

Oi metanastes [los inmigrantes] (I)



  En la Atenas de hace 90 años se desconfiaba de los inmigrantes por ser demasiado limpios, entre otras razones. En la de la actualidad, delincuencia y suciedad son asociadas con los extranjeros por sectores cada vez mayores de la población nativa. La tensión social en aumento se va canalizando progresivamente hacia un colectivo cada vez más precario y vulnerable.

  Desde que Atenas dejara de ser un villorrio de 4.000 almas a principios del s. XIX, la capital del Ática ha sido una ciudad de inmigrantes. La disposición, la configuración y el propio carácter de la urbe se deben en gran medida a las multitudes de foráneos, expulsados de sus lugares de origen o venidos en busca de trabajo. El fenómeno se volvió particularmente notable a partir de la creación del estado griego, que se concretó hacia 1830. La nueva –y más bien relativa- soberanía definió la existencia de un “hogar” para los millones de griegos de la diáspora, trazando a la vez una línea divisoria entre los ciudadanos “de pleno derecho” y  los metecos.

En 1923, el acuerdo de intercambio poblacional firmado entre Grecia y Turquía al término de la guerra desplazó a  casi un millón de ortodoxos (el criterio era la religión y no la etnia) de las antiguas colonias en Asia Menor. Obligados a abandonar sus ciudades, muchos se dirigieron a la capital del país al que en teoría ahora pertenecían, sumándose a los refugiados de oleadas anteriores. Estos asentamientos en inmensos campamentos de tiendas y luego de barracas son el origen de muchos de los barrios periféricos de la Atenas actual. Los nombres de Nueva Esmirna o Nueva Liosia son aún testimonio de los lugares de procedencia de los refugiados. Con el paso del tiempo, las pautas culturales de los nativos atenienses y de los recién llegados se fueron diluyendo unas en otras por completo, originando productos de influencia mixta: por poner un ejemplo, el género musical -de temática generalmente canallesca- conocido como rebético hunde sus raíces en Asia Menor.

Sin embargo, a pesar de compartir una misma lengua, la integración de los refugiados no fue fácil en un principio. En aquel entonces, los griegos “griegos” no sólo le echaban en cara a las gentes de la “Pequeña Asia” el venir a delinquir o a quitarles el trabajo. Aparte de la retahíla de acusaciones repetidas también hoy en día, una de las características de “otredad” más inquietantes de los recién llegados era el ser demasiado limpios. Efectivamente, parece ser que aún en los años 30 en Atenas, y en parte debido a las grandes carencias de suministro de agua, las duchas o baños socialmente obligatorios eran en Navidad, Pascua y la noche de bodas. Los inmigrantes, en cambio, venían de la tradición del hammam y los baños públicos: el colmo de la degeneración. Para más inri, las mujeres de Asia Menor no sólo iban limpias, sino que además se adornaban con joyas y zarcillos y tenían la casquivana costumbre de caminar solas por la calle, cosa que a ojos de los griegos “griegos” las equiparaba evidentemente a prostitutas de la peor calaña…

Si cito la llegada a Atenas de los refugiados de Asia Menor, es porque sin duda su impacto aún tiene que subsistir en algún rincón del imaginario colectivo, trasladándose a la coyuntura actual de tensión entre indígenas y foráneos. En la actualidad, a nadie le importa ya que los abuelos de otro vinieran de Asia Menor, y las pautas culturales se han homogeneizado por completo. Sin embargo, resulta llamativo en qué medida las características que sirven para acusar al otro de ser diferente pueden invertirse por completo. Lo importante no es la limpieza o la suciedad, la represión de la mujer o su excesiva emancipación: cualquier rasgo distintivo es útil para exacerbar la desconfianza.

 Los vendedores ambulantes están presentes en cualquier aglomeración de gente, incluida una manifestación, a pesar del riesgo para la mercancía.

En estos tiempos de auroras doradas, se escucha por ejemplo por doquier que la inmigración da mala imagen para los turistas: se les acusa de ser sucios, oler mal, ser fuente de inseguridad… Los seguidores de Mijaloliakos quisieran efectivamente expulsarles del país, bajo el lema de “Grecia para los griegos”, y a ello se aplica con diligencia la policía a través de una operación que lleva el sarcástico nombre de Zeus Xenios (Zeus Hospitalario). El procedimiento es simple: los agentes se apostan en la calle e identifican a todos los viandantes de aspecto extranjero hasta que reúnen a los suficientes sin papeles como para llenar el autobús. Después les deportan.
La violencia cotidiana ha ido creciendo en los últimos meses como resultado de la tensión acumulada. La prensa informa de un goteo regular de incidentes ocasionales: niños o adolescentes que increpan o golpean a otros por ser de origen extranjero, problemas entre vecinos, ataques a locutorios y multitiendas, agresiones de grupos de matones a individuos solos e indefensos. Los típicos fanfarrones y fantasmas a los que nadie tomaba en serio hasta hace bien poco, han encontrado un grupo afín, y van consolidando poco a poco un fascismo de baja intensidad, blindado por el apoyo de un sector de las fuerzas de seguridad. 

Aquí entramos en terreno pantanoso. Sin embargo, el 29 de octubre dos periodistas de la ERT (la televisión pública) fueron despedidos por comentar las negativas del Ministerio del Interior a investigar un caso de presuntas torturas sufridas en comisaria por 15 antifascistas detenidos. Estos habían participado en una marcha motorizada, acto de carácter más bien simbólico que pretende instituir una especie de patrulla ciudadana antifascista para proteger frente a las agresiones los barrios de inmigrantes (se puede ver aquí, a partir del minuto 9'2'''). En su denuncia, de la que se hizo eco The Guardian, los detenidos afirman que en la comisaría no sólo fueron torturados, si no que algunos de los policías manifestaron claramente su pertenencia o afinidad ideológica con Aurora Dorada.

La canalización de la frustración hacia el inmigrante en situación (i)rregular, el eslabón más vulnerable y desarraigado de la cadena, parece perfilarse como opción para amplios sectores de la sociedad griega. Meterse un poco con los albanos, con los bengalíes o con los gitanos no es algo políticamente incorrecto, incluso en ambientes que en España serían calificados de “progres”. Y quizá la violencia más peligrosa, a la larga, no sea la de las agresiones directas, sino aquélla, mucho más cotidiana y generalizada, de la gente anónima que al encontrarse frente a un extranjero aparta la mirada, hace una mueca de desprecio, siente tal superioridad que le trata como no trataría jamás a nadie nacido en Grecia. La gente para la que la barrera psicológica es tan grande que, sin saber por qué, sienten lástima del mendigo nacional, pero no del importado, como si sus necesidades no fueran las mismas. Sin embargo, también se da el caso contrario, y pueden encontrarse numerosos exponentes de solidaridad en personas que no son capaces de pasar indiferentes al lado de alguien humillado o desesperado. Como esa señora de mediana edad que no puede reprimir su indignación cuando ve a la policía menoscabar la dignidad de la gente sin papeles, como la gente que, en medio de una manifestación, ayuda a un vendedor de comida o de botellas de agua a sacar el carrito fuera del río de gente tratando de huir de los gases lacrimógenos. A la hora de la verdad, no podemos aventurar cuál de las dos tendencias predominará.

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