La prueba definitiva que
echa por tierra la teoría del diseño inteligente está sita en la
calle Metsovou, Distrito Central de Atenas, Ática. Más
concretamente, en la tercera planta del Servicio Público Económico
para los Residentes del Extranjero. A los pocos minutos de preguntar
quién es el último y sentarse a esperar, el incauto cae en la
cuenta de que ni el demiurgo más retorcido podría haber concebido
semejante microcosmos del absurdo.
Incluso quienes, armados
de gruesas carpetas y aire del que está dispuesto a la espera,
vienen a preguntar por trámites que según el Funcionario que No
está en la Ventanilla dejaron de estar vigentes la semana pasada,
incluso ellos parecen experimentar una ligera sorpresa. Mientras
recorren con la mirada las minuciosas instrucciones que empapelan las
paredes -cómo dar de baja a los difuntos, no olviden traer
declaraciones juradas- les recorre un escalofrío.
De poco sirven las
ojeadas -esperanzadas, al principio- hacia la ventanilla: no cumple
ninguna función. Hay que rebasarla y adentrarse de lleno en el
arbitrio en el que reinan un hombre y una mujer tras sendos
escritorios.
Un recién llegado entra
sin resuello y asalta a la Funcionaria que Entra y Sale de Sitios sin
Causa Cognoscible. “Me han dicho que tengo que hacer el trámite X.
Pero no sé si es aquí. ¿Es aquí? ¿Es esta planta? ¿Dónde puedo preguntar?
¿Pero cómo voy a hacer toda esta cola sólo para preguntar si es
aquí?”. La funcionaria se zafa como puede mientras en la cola
menean la cabeza. Una mujer con aspecto de yonqui masculla cosas en
francés. Dos jubilados risueños discuten de política y ponen verde
a un “joven” -ya crecidito- que aparentemente no ha respetado el
estricto orden de llegada. “Tenemos que fijarnos en quién va antes
de nosotros y en quién va después, es la única manera,” explica
didáctica otra señora.
El Funcionario Tras el
Escritorio se sabe un dios. Con quienes más se ensaña es con los
que vienen a hacer una gestión en nombre de alguien que está en el
extranjero. Un tío abuelo de Australia, por ejemplo. Con ellos el
Funcionario es inmisericorde. Pide más y más documentos que,
evidentemente, no se encuentran en la carpetita a la que se aferra la
víctima. Luego los despacha con bonhomía. “Con esto estás listo.
Te vas”. “Te vas,” repite, cuando alguien hace demasiadas
preguntas. O bien:“tráeme eso que sale de la impresora,” como
quien le da un hueso a un perro, pero le hace correr un poco.
No obstante hay una heroína que no
da su brazo a torcer. Es moldava pero acaba de obtener la
nacionalidad gracias a su madre griega, se deduce de una discusión
cada vez más airada. Ha venido a modificar los datos con su cambio
de estatus. Hasta ahí bien. Pero la cosa se complica a la hora de
tramitar un documento X para su padre. En la traducción jurada que
ha traído, el nombre del padre está escrito en caracteres griegos.
“¿Pero cómo es en latino? ¿Andrei? ¡Deletréamelo!” vocifera
el Funcionario. Ella porfía. No puede ir en latino, tiene que ser en
griego, como en el documento. “Pero a ver, ¿dónde está el
pasaporte de tu padre?” “Pues en Moldavia, ¿dónde va a estar?”
“Pero en el pasaporte lo pone en caracteres latinos, ¿no? Tu padre
no es griego, por mucho que en la traducción jurada lo hayan
convertido de Andrei en Andreas.” La chica insiste en que el
nombre, efectivamente, es Andrei, pero que es indispensable para el
trámite que debe realizar que el nombre esté escrito en caracteres
griegos. “¿Si se llama Andrei cómo voy
a escribir Ανδρέας? ¿Le
voy a hacer griego, yo, a tu padre? ¿Le voy a dar yo la
nacionalidad?” Pero la insistencia de la joven triunfa. Intuimos
que el Funcionario ha escrito finalmente Ανδρέι.
Ella sale victoriosa con sus papeles, casi
al trote.