domingo, 18 de agosto de 2013

Los ailantos de Liosión

El ailanto o árbol del cielo es una especie sumamente invasiva y de rápido crecimiento que coloniza por doquier descampados y grietas. Sus troncos esbeltos y vivaces han dado en convertirse para mí, con el tiempo, en un símbolo de la desintegración generalizada de nuestras ciudades. Quizá el consabido proceso entrópico no sea nada nuevo, y las fuerzas que lo contrarrestan estén tan equilibradas con él, que Atenas siempre haya mostrado/vaya a mostrar esta cara. A fin de cuentas es un error común observar aquí y allá signos de un milenarismo que nunca acaba de llegar.

Sin embargo, es fácil experimentar esa ligereza suavemente irreal de una decadencia apacible mientras se observan los ailantos acechando aquí y allá con su pujanza la continuidad de la ciudad; Ocurre por ejemplo al recorrer la avenida de Liosión, desierta aún en la resaca de la fiesta nacional del Decapendávgustos y plagada por una vez de un olor marino y ventoso. Nada tiene que ver la sensación con un panteísmo mal entendido, que ve a la Naturaleza recobrando el terreno perdido y afianzando férreamente y poco a poco su póstumo dominio. No, los ailantos no son enemigos de las personas que pasan por Liosión, al menos no en estos días del epicentro de Agosto. Más bien forman parte de un mismo sistema orgánico, que crece y se desarrolla completamente al margen del orden legítimo, conocido en otros tiempos como ilustración o progreso, ahora quizá como globalización.

La noche anterior, aún a las cinco de la mañana, con las calles desiertas, lo ilustraban a la perfección los pequeños corros sentados delante de las chatarrerías. Hombres y mujeres, con sus sillas de plástico y sus mesitas, kánane kuvenda (“hacían conversación”) entre bocado y bocado, entre trago y calada del cigarrillo. Con los perfiles sólo a medias iluminados por la luz amarilla de la chatarrería, podrían haber parecido imposibles hoy en día, salidos de un cuadro pintado en otros tiempos. Sin embargo, en Liosión lo real son ellos, y todo el siglo XXI con su socidedad de la información es un triste espejismo a medias intuido.

Es un sistema orgánico, que algunas personas, aún viniendo de lejos, pueden comprender. Cerca de Liosión, sobre el puente de hierro que bajo la luna cruza las vías del tren: “¿A quién carajo le importa el CO2? En mi ciudad no tenemos ese problema, que el aire esté contaminado. Más bien que huele a la carne quemada de los muertos”, me dice mi amigo. Una percepción en la que me siento a medias extraña y a medias en casa. Y también así, los habitantes de Liosión son tan indiferentes al CO2 producido por el tráfico incesante, frente al que son único refugio las estrechísimas aceras, como a los ailantos que asoman primero tímidamente por las grietas, para después, en un abrir y cerrar de ojos, pegar el estirón y erguirse tratando de alcanzar el cielo.

Aún a la altura de Atikí, hay un elemento invasor que es tolerado con leve curiosidad: unos policías nacionales visiblemente intimidados registran un coche y cachean a sus ocupantes, unos eslavos de mediana edad asombrosamente musculosos, que aguardan pacientes y en posición marcial.

Un poco más abajo pasa una pick-up de las que venden fruta por la calle, con una gitana muy gorda sentada en la parte de atrás. A pesar de la gran velocidad a la que conduce el presunto marido, deja bambolear las piernas en el vacío y disfruta del aire. Luego pasan hombres morenos en bicicleta, uno de ellos con un niño abrazado sobre el manillar. 


Cerca de Liosión, la calle Ajarnón.


Acercándonos a la altura de la Estación de Larisa comienza la zona de los taxistas. Bajo el sol achicharrante, tres de ellos, nítidos como seres de otro mundo, bromean y se inclinan sobre el motor del vehículo de un compañero. Éste trata de subsanar algún tipo de fuga con copiosos chorros de anticongelante, que se evapora de inmediato en grandes nubes. Tampoco son jóvenes ya, y lucen el consabido uniforme: sobre la camiseta de tirantes cuelga un gran crucifijo; bajo la gorra reverberan gafas de sol irisadas en tonos anaranjados.

En los soportales de la margen izquierda, según se baja, hace un poco más de fresco. Los tenderos están todos en la calle y algunos juegan al tabli muy ruidosamente, aporreando las fichas sobre el tablero. Luego cruza una pareja de yonquis, aparentemente en los primeros estadios del desmoronamiento físico, cariñosamente prendidos de la mano el uno de la otra.

Y en la próxima esquina, ya cerca del hotel Sans Rival -cuyo nombre sólo resalta el increíble decaimiento de las balaustradas decimonónicas llenas de hollín- está la tienda búlgara de ultramarinos Varna. A nuestro paso salen dos transexuales, altas, morenas, con unas cejas arqueadas que les dan una mirada maliciosa, vestidas desenfadadamente con tirantas y bermudas, cada una con su bolsa de la compra y un perrito a la correa a lo Paris Hilton.

Aquí acaban los ailantos, y el ya próximo centro de Atenas se convierte en una masa impenetrable de construcciones cementosas y asfalto, muchos de cuyos ocupantes ya únicamente malviven y rebuscan en la basura. Aquí ya no se percibe el equilibrio de Liosión, es más bien como un vórtice ciego que sin propósito alguno golpea a las personas. Pero es posible que algunas semillas de ailanto, insospechadas, comiencen ya a germinar en las azoteas.

1 comentario: