El ailanto o árbol del
cielo es una especie sumamente invasiva y de rápido crecimiento que
coloniza por doquier descampados y grietas. Sus troncos esbeltos y
vivaces han dado en convertirse para mí, con el tiempo, en un
símbolo de la desintegración generalizada de nuestras ciudades.
Quizá el consabido proceso entrópico no sea nada nuevo, y las
fuerzas que lo contrarrestan estén tan equilibradas con él, que
Atenas siempre haya mostrado/vaya a mostrar esta cara. A fin de
cuentas es un error común observar aquí y allá signos de un
milenarismo que nunca acaba de llegar.
Sin embargo, es fácil
experimentar esa ligereza suavemente irreal de una decadencia
apacible mientras se observan los ailantos acechando aquí y allá
con su pujanza la continuidad de la ciudad; Ocurre por ejemplo al
recorrer la avenida de Liosión, desierta aún en la resaca de la
fiesta nacional del Decapendávgustos y plagada por una vez de un
olor marino y ventoso. Nada tiene que ver la sensación con un
panteísmo mal entendido, que ve a la Naturaleza recobrando el
terreno perdido y afianzando férreamente y poco a poco su póstumo
dominio. No, los ailantos no son enemigos de las personas que pasan
por Liosión, al menos no en estos días del epicentro de Agosto. Más
bien forman parte de un mismo sistema orgánico, que crece y se
desarrolla completamente al margen del orden legítimo, conocido en
otros tiempos como ilustración o progreso, ahora quizá como
globalización.
La noche anterior, aún a
las cinco de la mañana, con las calles desiertas, lo ilustraban a la
perfección los pequeños corros sentados delante de las
chatarrerías. Hombres y mujeres, con sus sillas de plástico y sus
mesitas, kánane kuvenda
(“hacían conversación”) entre bocado y bocado, entre trago y
calada del cigarrillo. Con los perfiles sólo a medias iluminados por
la luz amarilla de la chatarrería, podrían haber parecido
imposibles hoy en día, salidos de un cuadro pintado en otros
tiempos. Sin embargo, en Liosión lo real son ellos, y todo el siglo
XXI con su socidedad de la información es un triste espejismo a
medias intuido.
Es un sistema orgánico,
que algunas personas, aún viniendo de lejos, pueden comprender.
Cerca de Liosión, sobre el puente de hierro que bajo la luna cruza
las vías del tren: “¿A quién carajo le importa el CO2? En mi
ciudad no tenemos ese problema, que el aire esté contaminado. Más
bien que huele a la carne quemada de los muertos”, me dice mi
amigo. Una percepción en la que me siento a medias extraña y a
medias en casa. Y también así, los habitantes de Liosión son tan
indiferentes al CO2 producido por el tráfico incesante, frente al
que son único refugio las estrechísimas aceras, como a los ailantos
que asoman primero tímidamente por las grietas, para después, en un
abrir y cerrar de ojos, pegar el estirón y erguirse tratando de
alcanzar el cielo.
Aún a la altura de
Atikí, hay un elemento invasor que es tolerado con leve curiosidad:
unos policías nacionales visiblemente intimidados registran un coche y cachean a sus
ocupantes, unos eslavos de mediana edad asombrosamente musculosos,
que aguardan pacientes y en posición marcial.
Un poco más abajo pasa
una pick-up de las que venden fruta por la calle, con una
gitana muy gorda sentada en la parte de atrás. A pesar de la gran
velocidad a la que conduce el presunto marido, deja bambolear las
piernas en el vacío y disfruta del aire. Luego pasan hombres morenos
en bicicleta, uno de ellos con un niño abrazado sobre el manillar.
Cerca de Liosión, la calle Ajarnón. |
Acercándonos a la altura
de la Estación de Larisa comienza la zona de los taxistas. Bajo el
sol achicharrante, tres de ellos, nítidos como seres de otro mundo,
bromean y se inclinan sobre el motor del vehículo de un compañero.
Éste trata de subsanar algún tipo de fuga con copiosos chorros de
anticongelante, que se evapora de inmediato en grandes nubes. Tampoco
son jóvenes ya, y lucen el consabido uniforme: sobre la camiseta de
tirantes cuelga un gran crucifijo; bajo la gorra reverberan gafas de
sol irisadas en tonos anaranjados.
En los soportales de la
margen izquierda, según se baja, hace un poco más de fresco. Los
tenderos están todos en la calle y algunos juegan al tabli
muy ruidosamente, aporreando las fichas sobre el tablero. Luego cruza
una pareja de yonquis, aparentemente en los primeros estadios del
desmoronamiento físico, cariñosamente prendidos de la mano el uno
de la otra.
Y en la próxima esquina,
ya cerca del hotel Sans Rival -cuyo nombre sólo resalta el increíble
decaimiento de las balaustradas decimonónicas llenas de hollín-
está la tienda búlgara de ultramarinos Varna. A nuestro paso salen
dos transexuales, altas, morenas, con unas cejas arqueadas que les
dan una mirada maliciosa, vestidas desenfadadamente con tirantas y
bermudas, cada una con su bolsa de la compra y un perrito a la correa
a lo Paris Hilton.
Aquí acaban los
ailantos, y el ya próximo centro de Atenas se convierte en una masa
impenetrable de construcciones cementosas y asfalto, muchos de cuyos ocupantes
ya únicamente malviven y rebuscan en la basura. Aquí ya no se percibe el equilibrio de Liosión, es más bien como un vórtice ciego que sin propósito alguno golpea a las personas. Pero es posible que algunas semillas de ailanto,
insospechadas, comiencen ya a germinar en las azoteas.
Estupendo articulo.Un abrazo desde Cáceres.
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